AUDIOLIBRO EL YUGO DESIGUAL

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AUDIOLIBRO EL YUGO DESIGUAL INTRODUCCIÓN Toda persona que procura sinceramente una marcha cristiana más pura y elevada, tanto para sí como para los demás, no puede dejar de experimentar un pisadas sólo pueden ser advertidas

AUDIOLIBRO EL YUGO DESIGUAL

INTRODUCCIÓN

Toda persona que procura sinceramente una marcha cristiana más pura y elevada, tanto para sí como para los demás, no puede dejar de experimentar un pisadas sólo pueden ser advertidas por un «ojo sencillo»; y a menos que la voluntad propia sea quebrantada, la carne mortificada y el cuerpo puesto en sujeción, fracasaremos por completo en nuestra marcha como discípulos y “haremos naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia”.sentimiento inefable de tristeza y abatimiento al contemplar el cristianismo de nuestros días. 

pisadas sólo pueden ser advertidas por un «ojo sencillo»; y a menos que la voluntad propia sea quebrantada, la carne mortificada y el cuerpo puesto en sujeción, fracasaremos por completo en nuestra marcha como discípulos y “haremos naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia”.sentimiento inefable de tristeza y abatimiento al contemplar el cristianismo de nuestros días. Su tono está tan extremadamente bajo, su aspecto tan insalubre y su espíritu tan débil, que uno, a veces, se siente tentado a perder toda esperanza de encontrar algo que se asemeje a un auténtico y fiel testimonio a un Señor ausente.

Todo esto es tanto más deplorable cuando recordamos los motivos imperiosos que, por privilegio especial, deberían animarnos. Ya sea que consideremos al Maestro a quien somos llamados a seguir, a la senda por la cual somos llamados a andar, al objeto en que debemos mantener fija nuestra mirada o a las esperanzas que deberían animarnos, no podemos sino reconocer que si penetráramos más en la realidad de todas estas cosas y si las mismas fuesen llevadas a cabo con una fe más simple, presentaríamos, con toda seguridad, una marcha cristiana más ferviente. “El amor de Cristo —dice el apóstol— nos constriñe” (2.ª Corintios 5:14). Éste es el motivo más poderoso de todos. Cuanto más lleno está el corazón del amor de Cristo, y más fijo está el ojo espiritual en su bendita Persona, tanto más de  cerca  procuraremos  seguir  sus  huellas  celestes.

 


Que el lector no me mal interprete. Aquí no se trata en absoluto de la cuestión de la salvación personal. Se trata de otra cosa totalmente diferente. Nada puede ser más miserablemente egoísta —tras haber obtenido la salvación como el fruto de la agonía de Cristo, de su sudor de sangre, de su cruz y de su pasión— que mantenernos a la mayor distancia posible de su sagrada Persona sin perder nuestra seguridad personal. Esto, hasta para el juicio natural, no puede ser considerado sino como un egoísmo digno del más rotundo desprecio. Mas cuando este carácter es manifestado por un hombre que profesa deber todo lo que tiene en el presente y en la eternidad a un Maestro rechazado, crucificado, resucitado y ausente, ningún lenguaje podría expresar esta bajeza moral. «Con tal que haya escapado del fuego del infierno, poco importa mi marcha como discípulo.» Lector, ¿acaso no detestaría, en lo más profundo de su alma, este sentimiento? Si es así, entonces procure con vehemencia apartarse de él y situarse en el polo opuesto de la brújula, y que su lenguaje fiel sea: «Con tal que mi bendito Maestro sea glorificado, poco importa, comparativamente, mi seguridad personal.» Quiera Dios que ésta sea la sincera expresión de muchos

corazones en el día de hoy, cuando, ¡ay, se puede decir en verdad que “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21)!

Quiera Dios que el  Espíritu Santo, con su irresistible poder y con su energía celestial, suscite una cuadrilla de discípulos separados del mundo, y de devotos seguidores del Cordero, donde cada uno se halle unido, mediante los lazos del amor, a los cuernos del altar; una compañía, semejante a los trescientos de Gedeón en los tiempos de antaño, capaz de confiar en Dios y de renunciar a la carne.

¡Oh, cómo suspira el corazón por ver esto! ¡Cómo el espíritu, sometido, a veces, a la congelante y desecante influencia de una profesión fría y hueca, anhela con ahínco un más riguroso y sincero testimonio para Aquel que se despojó a sí mismo y dejó su gloria para que nosotros, por su sangre preciosa derramada en la cruz, pudiésemos ser elevados hasta ser sus compañeros en una felicidad eterna!

Ahora bien, entre los numerosos obstáculos que se oponen a esta plena consagración de corazón a Cristo que yo deseo ardientemente para mí y para mis lectores, el yugo desigual, tal como lo veremos, ocupa uno de los primeros lugares. “No os unáis en yugo desigual [heterozugeô] con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo [metochê] tiene la justicia con la injusticia [griego: anomia = anomia]? ¿Y qué comunión [koinônia] la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo [apistos]? ¿Y qué

acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2.ª Corintios 6:14-18).

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La economía mosaica nos enseña el mismo principio moral: “No sembrarás tu viña con semillas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla que sembraste como el fruto de la viña. No ararás con buey y con asno juntamente. No vestirás ropa de lana y lino juntamente.” “No harás ayuntar tu ganado con animales de otra especie; tu campo no sembrarás con mezcla de semillas y no te pondrás vestidos con mezcla de hilos”

(Deuteronomio 22:9-11Levítico 19:19).

Estos pasajes de la Escritura bastarán para mostrar el mal moral de un yugo desigual. Se puede afirmar, con absoluta seguridad, que nadie puede ser un seguidor de Cristo, libre de toda atadura, estando, de una u otra manera, bajo un yugo desigual. Puede que sea una persona salva, un verdadero hijo de Dios, un creyente sincero; pero lo que no puede ser es un discípulo cabal; y no solamente eso, sino que hay un obstáculo positivo que impide una plena manifestación de lo que él efectivamente podría ser, a pesar de su yugo desigual. “Salid de en medio de ellos, y

apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” Esto es como decir: «Sacad vuestros cuellos de debajo del yugo desigual, y yo os recibiré, y entonces habrá una manifestación plena, notoria y práctica de vuestra relación con el Señor Todopoderoso.» Esta idea es evidentemente diferente de la que se expresa en la epístola de Santiago: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (1:18). Y asimismo en la primera epístola de Pedro leemos: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1:23). También en la primera epístola de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (3:1). Y en el evangelio de Juan todavía leemos: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (1:12-13). En todos estos pasajes, la relación de hijos se funda en el consejo y la operación de Dios, y se nos presenta como si fuese la consecuencia de un acto que no depende de nosotros; mientras que en 2.ª Corintios 6, ella nos es presentada como el resultado de haber roto con el yugo desigual. En otras palabras, aquí se trata de una cuestión puramente práctica.

Así pues, en Mateo 5 leemos: “Pero yo os digo: Amad a

vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced

bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (v. 4445). Aquí también encontramos el establecimiento práctico y la declaración pública de la relación, así como la influencia moral que deriva de ella.

Conviene que los hijos de un Padre tal actúen de un modo tal. En resumidas cuentas, tenemos, por un lado, la posición o relación de hijos en abstracto, fundada en la soberana voluntad de Dios y en su propia operación; y, por otro lado, tenemos el carácter moral que surge como consecuencia de esta relación, el cual provee el terreno apropiado para que Dios, con justicia, reconozca públicamente esta relación. Dios no puede reconocer de forma plena y pública a aquellos que se hallan unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues, si lo hiciera, ello equivaldría a reconocer el yugo. Él no puede reconocer ni a “las tinieblas” ni a “la injusticia” ni a “Belial” ni a un “incrédulo”. ¿Cómo podría hacerlo? Por eso, si me uno voluntariamente en yugo desigual con cualquiera de estas cosas, me identifico moral y públicamente con ella, y de ningún modo con Dios. Me situaría en una posición que Dios no puede reconocer y, por consiguiente, tampoco puede reconocerme a mí; pero, si abandono esa posición, si “salgo y me aparto”, si retiro mi cuello del yugo desigual, entonces, y sólo entonces, podré ser pública y plenamente recibido   y   reconocido   como   “hijo   o   hija   del   Señor

Todopoderoso”. Éste es un principio solemne y escudriñador para todos aquellos que sienten que lamentablemente se han colocado bajo tal yugo. Ellos no marchan como discípulos, ni tampoco se hallan pública y moralmente sobre el terreno de hijos. Dios no puede reconocerlos. Su secreta relación con Dios no tiene nada que ver aquí. El hecho es que ellos mismos se han colocado completamente fuera del terreno de Dios. Metieron sus cuellos insensatamente en un yugo que, al no ser el yugo de Cristo, ha de ser necesariamente el de Belial; y, hasta que no abandonen este yugo, Dios no los podrá reconocer como sus hijos e hijas. La gracia de Dios, sin duda, es infinita; y puede venir al encuentro de nosotros en todos nuestros fracasos y debilidades; mas si nuestras almas suspiran tras una marcha más elevada como discípulos, debemos abandonar de inmediato el yugo desigual, cueste lo que costare, siempre que podamos hacerlo; en el caso contrario, sólo nos queda inclinar nuestra cabeza con vergüenza y pesar, y mirar a Dios para una plena liberación.

Hay cuatro aspectos distintos en que podemos considerar el yugo desigual:

  • El doméstico o matrimonial
  • El comercial
  • El religioso, y
  • El filantrópico o caritativo

Algunos creyentes tal vez estarían dispuestos a restringir el sentido de 2.ª Corintios 6:14 al primero de estos aspectos; mas el apóstol no lo hace. Sus palabras son: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.” Él no especifica el carácter o el objeto de este yugo, lo que nos autoriza a dar a este pasaje la más amplia aplicación, dejando que su filo haga mella por sí mismo en todo tipo de yugo desigual; y veremos la importancia de este proceder, antes de que concluyamos estas observaciones, si el Señor lo permite.

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EL YUGO DESIGUAL MATRIMONIAL

Consideremos, primeramente, el yugo doméstico o conyugal. ¿Qué pluma sería capaz de describir las angustias del alma, la miseria moral, así como las

Se puede trazar un paralelo con una oveja y un chivo amarrados el uno al otro. La oveja deseará comer los verdes pastos de la pradera, mientras que, el chivo, suspirará por las zarzas que crecen a lo largo de las zanjas. La triste consecuencia de ello es que ambos padecerán deperniciosas consecuencias para la vida espiritual y el testimonio, que surgen del matrimonio de un creyente con una persona inconversa? Creo que nada podría ser más deplorable que la condición de alguien que descubre, cuando ya es demasiado tarde, que se ha unido de por vida a una persona con la cual no puede tener un solo pensamiento o sentimiento en común. Uno desea servir a Cristo; el otro, puede servir únicamente al diablo. Uno suspira tras las cosas de Dios; el otro no aspira sino a las cosas de este mundo. Uno procura mortificar con vehemencia la carne con todos sus afectos y deseos; el otro, no busca más que contribuir a sus deseos y satisfacerla.

hambre. Uno no quiere comer el pasto de la pradera; el otro, no puede alimentarse de zarzas, y así, ni uno ni otro obtiene lo que requiere su naturaleza, a menos que el chivo, merced a su mayor fuerza, logre arrastrar a su compañero —que lleva el yugo con él, aunque desigual— hasta las zarzas, para mantenerlo allí hasta que desfallezca y muera.

La enseñanza moral de esto es bastante simple; y además es algo que, por desgracia, ocurre demasiado a menudo. El chivo, por lo general, logra alcanzar su objetivo. El cónyuge mundano casi siempre termina saliéndose con la suya. Se verá casi sin excepción que, en el caso de un yugo desigual matrimonial, el pobre creyente es el que sufre, tal como lo evidencian los frutos amargos de una mala conciencia, un corazón abatido, un espíritu umbroso y una mente deprimida. Seguramente se paga un precio demasiado elevado a cambio de la satisfacción de algún afecto natural o de la adquisición, tal vez, de alguna miserable ventaja mundana. Un matrimonio de este tipo es, de hecho, la estocada mortal contra el cristianismo práctico y contra el progreso de la vida espiritual. Es moralmente imposible ser un discípulo de Cristo sin cadenas, teniendo el cuello bajo el yugo matrimonial con un incrédulo. Tampoco un corredor en los Juegos Olímpicos —o en los juegos ístmicos— habría esperado obtener la corona de la victoria atando a su cuerpo una carga pesada o un cuerpo muerto. Basta, seguramente, con tener el propio cuerpo que cargar, sin agregarle otro más. No ha habido jamás un

verdadero cristiano que no se viera sumamente ocupado en combatir, con todos sus esfuerzos, los males de su propio corazón, sin pensar en cargar con los males de dos. Sin duda, el hombre que, con insensatez y en abierta desobediencia, se casa con una mujer inconversa, o la mujer que se casa con un hombre inconverso, está cargando con toda la gama de males que reúnen dos corazones; y ¿quién es suficiente para estas cosas? Un creyente puede contar, en forma absoluta, con la gracia de Cristo para lograr subyugar su propia naturaleza perversa; pero no puede ciertamente contar, de la misma manera, con esta gracia en lo que se refiere a la perversa naturaleza de su cónyuge incrédulo. Si él se puso bajo este yugo en ignorancia, el Señor vendrá en su ayuda, sobre la base de una  plena  confesión,  y llevará  su  alma  a  una  completa restauración; pero, en lo que respecta a su condición de discípulo, no la recuperará jamás. Pablo podía decir: “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.” Y dijo esto en inmediata relación con la lucha por obtener el premio: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que  lucha,  de todo  se abstiene; ellos, a la verdad,  para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como quien golpea el aire” (1.ª Corintios 9:24-27). No se trata aquí de una cuestión de vida o de salvación, sino simplemente de una cuestión de carrera en el estadio; de

correr de tal manera que obtengamos el premio, no la vida, sino una corona incorruptible. El hecho de ser llamados a correr da por supuesto que tenemos la vida, pues nadie instaría a correr en el estadio a hombres muertos. Es evidente que yo debo tener la vida antes de comenzar a correr y, por consiguiente, no la podré perder, aunque no vaya a ganar la corona prometida; pues no es la vida lo que se propone como el premio a obtener. No somos llamados a correr a fin de obtener la vida, pues ella no proviene de aquel que corre, sino de Dios por la fe en Jesucristo, quien, por su muerte, obtuvo la vida para nosotros, y nos la comunica por el poder del Espíritu Santo. Ahora bien, esta vida, al ser la vida de un Cristo resucitado, es eterna; pues él es el Hijo eterno, como él mismo lo dice al dirigirse al Padre en Juan 17: “Le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste" (v. 2). Esta vida es dada por gracia, sin ninguna condición. Él no nos da la vida, como pecadores, para llamarnos luego a correr a fin de obtenerla, como santos, con la oscura posibilidad de perder esta preciosa gracia al tropezar en nuestra carrera. Ello sería correr “como a la ventura”, tal como muchos, lamentablemente, tratan de hacerlo, quienes profesan estar en la carrera, sin saber, no obstante, si tienen o no la vida. Tales personas corren para obtener la vida y no una corona; pero Dios no ofrece la vida al fin del estadio, como premio al vencedor; él la da en el punto de partida, como la fuerza por la cual corremos. La capacidad de correr y el objeto tras el cual corremos son dos cosas muy diferentes; sin  embargo,  ellas  son  continuamente  confundidas  por

aquellos que ignoran el glorioso Evangelio de la gracia de Dios, en el cual Cristo es manifestado como la vida y la justicia de todos cuantos creen en su nombre; y eso, además, como el gratuito don de Dios y no como la recompensa por haber corrido bien.

Ahora bien, consideramos las terribles y perniciosas consecuencias de un yugo desigual matrimonial principalmente por su influencia sobre nuestra marcha como discípulos. Digo principalmente porque ello afecta profundamente todo nuestro ser moral y todas nuestras experiencias. Dudo mucho si alguien es capaz de propinar un golpe más destructivo a su prosperidad en la vida divina que al contraer un yugo desigual. En realidad, el solo hecho de haberlo contraído demuestra que el declinamiento de la vida espiritual ya ha comenzado con los más alarmantes síntomas; mas en cuanto a su condición de discípulo y a su testimonio, pueden ser considerados como una lámpara casi extinta, y si ella ocasionalmente diera una luz tenue y vacilante, ello sólo pondría de manifiesto su miserable posición de espantosas sombras, y las aterradoras consecuencias de haberse unido en yugo desigual con un incrédulo.

Hasta aquí he hablado del yugo desigual en relación con la influencia que ejerce sobre la vida, el carácter, el testimonio y la condición de discípulo del hijo de Dios. Ahora quisiera decir unas palabras respecto a su efecto moral tal como se manifiesta en el círculo doméstico. Aquí

también las consecuencias son verdaderamente desastrosas. No podría ser de otra manera. Dos personas se han unido para vivir en la más estrecha e íntima relación, con gustos, hábitos, sentimientos, deseos, tendencias  y aspiraciones diametralmente opuestos.  No tienen nada en común, de modo que todo movimiento que haga cualquiera de ellos, de seguro molestará al otro. El incrédulo, en realidad, no puede andar con el creyente, y si, gracias a una extrema amabilidad o a una profunda hipocresía, hubiere una apariencia de armonía —de que todo está bien—, ¿qué valor tendría a los ojos del Señor, quien juzga, no las apariencias externas, sino el verdadero estado del corazón en relación con Él? Poco y nada, por cierto; y diría que todo ese esfuezo es más que inútil. Luego, insisto, si el creyente desgraciadamente tuviera que ponerse de acuerdo, en alguna medida, con su compañero de yugo, sólo podría hacerlo a expensas de su condición de discípulo, lo que traerá como consecuencia una conciencia que lo condena delante del Señor; y esto todavía dará lugar a un espíritu abrumado y, casi con seguridad, a un temperamento agrio que se manifestarán en el círculo familiar, de modo que la gracia del Evangelio no puede ser puesta en evidencia, y el incrédulo no es atraído ni ganado. El yugo desigual parece, pues, desde todo punto de vista, algo muy triste. Deshonra a Dios; atenta contra el bienestar espiritual; tiende a destruir la condición de discípulo y el testimonio, y es completamente contrario a la paz y a la bendición domésticas. Produce alejamiento, enfriamiento y desavenencias. Con todo, si no se dieran estas cosas, al

menos seguramente haría que el creyente perdiera su carácter de discípulo y su buena conciencia, pudiendo hallarse tentado a sacrificar ambas cosas sobre el altar de la paz doméstica. Así pues, sea cual fuere el punto de vista, el yugo desigual no puede conducir sino a las consecuencias más deplorables.

En cuanto a sus efectos sobre los niños, es igualmente triste. Los niños se inclinan naturalmente a seguir el ejemplo de su padre o madre inconverso. “La mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod, porque no sabían hablar judaico, sino que hablaban conforme a la lengua de cada pueblo” (Nehemías 13:24). No puede haber ninguna unión de corazones en la educación de los niños; ninguna armonía, ninguna confianza mutua en su trato. Uno desea criarlos en disciplina y amonestación del Señor; el otro, según los principios del mundo, de la carne y del diablo; y como las simpatías de los niños, a medida que crecen, son propensas a ponerse de este último lado, no es difícil prever en qué terminará todo esto. En resumidas cuentas, arar bajo un “yugo desigual” o sembrar el campo “con mezcla de semillas” es un esfuerzo vano, inconveniente y antiescriturario, que sólo puede producir sufrimientos y confusión[1].

Antes de terminar esta parte de nuestro tema, quisiera hacer una observación sobre las razones que generalmente animan a los cristianos a ponerse bajo el yugo del matrimonio    moralmente    desigual.    Lamentablemente,

todos sabemos cuán fácilmente el pobre corazón se convence a sí mismo de que es correcta una determinada decisión que desea tomar, y cómo el diablo nos provee de argumentos plausibles para persuadirnos de que ello está bien; argumentos que el triste estado moral de nuestra alma nos hace considerar como claros, satisfactorios y concluyentes. El hecho mismo de haberle dado lugar a tales pensamientos demuestra que somos incapaces de sopesar

—con una mente lúcida y con una conciencia espiritualmente justa— las graves consecuencias de tal decisión. Si nuestro ojo fuese sencillo (es decir, si fuésemos gobernados por un solo objeto: la gloria y el honor del Señor Jesucristo), nunca contemplaríamos la idea de poner nuestro cuello bajo un yugo desigual; y, en consecuencia, no tendríamos dificultades ni estaríamos perplejos respecto de este tema. Un corredor que tiene los ojos puestos en la corona no se afligiría por ninguna duda en cuanto a si debiera detenerse para atarse un peso de un quintal al cuello. Jamás se le cruzaría por la cabeza un pensamiento semejante; y no sólo eso, sino que un corredor escrupuloso posee una clara y casi intuitiva percepción de todo aquello que pudiera significar un obstáculo  para  su carrera.  Naturalmente que,  cualquier cosa de este tipo que él lograra percibir, la rechazaría con la mayor firmeza[2].

Ahora bien, si ocurriera lo mismo con los cristianos en lo que respecta al matrimonio antiescriturario, se ahorrarían un mundo de sufrimientos y perplejidades; pero no es así.

El corazón procura escapar de la comunión con el Señor y es moralmente incompetente para discernir las cosas que difieren; y, mientras persiste en esa condición, el diablo gana terreno con facilidad y en seguida logra tener éxito en sus perniciosos esfuerzos para inducir al creyente a unirse en yugo con “Belial”, con la “injusticia”, con las “tinieblas”, con un “incrédulo”. Cuando el alma goza de plena comunión con Dios, es absolutamente sumisa a su Palabra; ve las cosas tal como Dios las ve, y las llama de la misma manera que Él las llama y no como el diablo o su propio corazón carnal quisiera llamarlas. De esta manera, el creyente escapa al lazo y a la influencia de un engaño del cual casi siempre es víctima en esta cuestión: una falsa profesión de religión de parte de la persona con quien desea contraer matrimonio. Esto es algo que ocurre muy a menudo. Es fácil simular inclinación por las cosas de Dios, y el corazón es bastante vil y pérfido para hacer una profesión de religión a fin de lograr su objetivo; y no sólo eso, sino que el diablo, quien “se disfraza como ángel de luz”, provocará esta falsa profesión a fin de encadenar lo más eficazmente posible los pies y el corazón de un hijo de Dios. De este modo logra hacer que los cristianos, en estos asuntos, se contenten o parezcan contentarse con una prueba de conversión que, en otras circunstancias, habrían considerado totalmente dudosa e insuficiente. Pero, lamentablemente, la experiencia no tarda en abrir los ojos a la realidad de las cosas. Pronto se descubre que la profesión no era más que una vana apariencia, y que el corazón está enteramente en el mundo y es del mundo.

¡Terrible descubrimiento! ¿Quién podría expresar las amargas consecuencias de tal descubrimiento, las angustias del corazón, los reproches y los remordimientos de la conciencia, la vergüenza y la confusión, la pérdida del poder, la paz, la bendición y el gozo espirituales, y el sacrificio de una vida útil? ¿Quién podría describir todas estas cosas? El hombre, vuelto en sí de su sueño ilusorio, abre sus ojos ante la espantosa realidad de que se ha unido de por vida bajo el mismo yugo con “Belial”. Sí, así es como lo llama el Espíritu. Esto no es una consecuencia o una deducción a la que se llega tras un proceso de razonamiento, sino una simple y positiva declaración de la Santa Escritura, a los efectos de confrontar a todo aquel que se ha puesto bajo un yugo conyugal bíblicamente desigual, cualesquiera sean los motivos, las razones o las falsas apariencias que lo hayan seducido.

¡Oh, mi querido lector cristiano, si está en peligro de colocarse bajo un yugo semejante, permítame suplicarle con insistencia, afecto y seriedad que se detenga primero y sopese este asunto en la balanza del santuario, antes de dar un solo paso adelante en ese fatal camino! Puede estar seguro de que no bien dé este paso, su corazón estallará en lamentos desesperados y su vida se verá llena de amargos e innumerables pesares. ¡Que nada en el mundo lo induzca a unirse en yugo desigual con un incrédulo! ¿Tiene comprometidos sus afectos? Recuerde entonces que ésos no pueden ser los afectos del nuevo hombre en Ud. Tales sentimientos —esté seguro de ello— provienen de la vieja

naturaleza carnal, a la que somos llamados a mortificar y a desechar. Debemos, pues, clamar a Dios a fin de que nos dé el poder espiritual necesario para remontarnos por encima de la influencia de tales afectos; incluso para sacrificarlos por Él. Pregunto también: ¿Están comprometidos sus intereses? Recuerde, pues, que sólo se trata de sus intereses; y si ellos son favorecidos, los intereses de Cristo resultan sacrificados al unirse Ud. en yugo desigual con “Belial”. Además, aquí se trata tan sólo de sus intereses temporales y no de los que son eternos. De hecho que los intereses del creyente y los de Cristo deberían ser idénticos;  y  es  evidente  que  los  intereses  de Cristo,  su honor, su verdad, su gloria, son inevitablemente sacrificados cuando uno de sus miembros se asocia con “Belial”. ¿Qué son unos pocos cientos o unos pocos miles para un heredero del cielo? Dios puede darle mucho más que esto. ¿Sacrificaríamos la verdad de Dios, así como nuestra  propia paz, prosperidad y felicidad espirituales por una suma vil e insignificante de bienes materiales, todo lo cual habrá de perecer por el uso? ¡Oh, no! ¡Dios no lo permita! Huyamos de esto, como lo hace una ave al ver y percibir la trampa. Echemos mano de un discipulado firme, auténtico y sincero; tomemos el cuchillo y sacrifiquemos en el altar de Dios todos nuestros afectos e intereses personales. Entonces, aun si no oyésemos ninguna voz de los cielos que aprobara nuestra acción, con todo tendríamos el invalorable testimonio de una conciencia aprobadora y de un Espíritu no contristado: una rica recompensa, seguramente, para el sacrificio más costoso

que pudiéramos hacer. Quiera el Espíritu de Dios darnos el poder necesario para resistir las tentaciones de Satanás.

Apenas es necesario observar aquí que, en los casos en que la conversión tiene lugar después del matrimonio, la cuestión cambia notablemente de color. Entonces no habrá desgarramientos de conciencia, por ejemplo, y todo se verá modificado en una cantidad de detalles. Sin duda, todavía habrá dificultades, pruebas y aflicciones; la única y gran diferencia es que uno puede llevar con mucha más felicidad su prueba y su aflicción a la presencia del Señor cuando no ha caído de forma voluntaria y deliberada en ellas; y — bendito sea Dios— sabemos cuánto está Él dispuesto a perdonar, restablecer y purificar de toda injusticia al alma que confiesa plenamente sus errores y fracasos. Esto puede consolar el corazón de aquel que ha sido llevado a los pies del Señor después del matrimonio. Además, el Espíritu de Dios le ha dado directivas especiales y preciosas consolaciones en el siguiente pasaje: “Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone. Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos... Porque ¿qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, oh marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (1.ª Corintios 7:12-16).

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EL YUGO DESIGUAL COMERCIAL

Consideremos ahora el yugo desigual en su aspecto comercial, tal como lo vemos en el caso de las sociedades comerciales[3] . Si bien no presenta un

su influencia para buscar cristianizar el modo de conducir los asuntos; pero los demás lo obligarían a manejar los negocios de la misma manera que lo hacen todos, y así no tendría más remedio que derramar sus lágrimas en secreto por su anómala y difícil posición, o bien retirarse, sufriendo una gran pérdida pecuniaria para sí y para su familia.aspecto tan serio como el que acabamos de considerar —pues en éste uno puede librarse con mayor facilidad que en el conyugal—, no deja de ser un obstáculo positivo al testimonio del creyente. Cuando un creyente se une en yugo desigual con un incrédulo con fines comerciales —al margen de que el socio incrédulo sea o no un pariente—, o cuando llega a ser socio de una empresa del mundo, abandona virtualmente su responsabilidad individual. De ahí en adelante, todos los actos de esa razón social serán también sus propios actos, y es completamente evidente que no se puede hacer que una firma comercial establecida sobre principios mundanos, actúe sobre la base de principios celestiales. Todos se reirían de semejante idea, puesto que ello sería un positivo obstáculo para el éxito de las operaciones. Los socios mundanos se sentirán completamente libres para adoptar los recursos que les parezcan convenientes a fin de llevar adelante sus negocios, y tales medios empleados bien pueden ser —por no decir que serán— contrarios al espíritu y a los principios del reino de Dios, donde está el creyente, y de la Iglesia de la cual forma parte. Por eso, un cristiano asociado a un incrédulo se hallará continuamente en una posición sumamente penosa. Él podría servirse de

Si el ojo fuera sencillo, no tendría ninguna duda acerca de cuál de las dos soluciones tendría que adoptar; pero, ¡ay, el mismo hecho de haberse colocado en tal posición demuestra la falta de un ojo sencillo!; y el hecho de hallarse en ella demuestra la falta de discernimiento espiritual para poder apreciar el valor y la autoridad de los principios divinos, que de otro modo no dejarían de hacer salir a un cristiano de tal asociación. Un hombre que tuviera el ojo sencillo, no podría colocarse bajo el mismo yugo con un incrédulo con el propósito de ganar dinero. Este hombre no tendría que tener ante sí ningún otro objeto que la gloria de Cristo; y este objeto jamás podría ser alcanzado por una transgresión positiva de un principio divino. Esto simplifica todo el asunto. Si el hecho de que un cristiano se haya hecho socio de una casa de comercio mundana, no glorifica a Cristo, ello, sin duda, no puede sino favorecer los designios del diablo. No existe una posición intermedia entre ambos extremos. Pero es claro que Cristo no es glorificado por ello, pues su Palabra dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2.ª Corintios 6:14). Tal es el principio que no puede ser violado sin perjudicar el testimonio y sin hacer perder bendiciones espirituales. Es

cierto que la conciencia de un cristiano que peca en este asunto puede buscar aliviarse de diversas maneras; puede tener recursos para diversos subterfugios; puede esgrimir diversos argumentos para persuadirse de que todo está bien. Se dirá que «podemos ser muy devotos y espirituales, en lo que concierne a lo personal, aun cuando nos encontremos, por asuntos comerciales, unidos bajo un mismo yugo con un incrédulo». Esto se verá que no puede ser más que una falacia, cuando se lo somete a la prueba de la práctica cotidiana. Un siervo de Cristo se verá trabado de mil maneras por su asociación mundana. Si en lo que atañe a su servicio para Cristo él no encuentra una abierta hostilidad, tendrá que luchar contra los esfuerzos secretos y continuos del enemigo para apagar su ardiente celo y arrojar agua fría sobre todos sus proyectos. Recibirá burlas y desprecios, y se le recordará continuamente el efecto que su entusiasmo y fanatismo producirá en lo que respecta a las  perspectivas  comerciales  de  la  firma.  Si el  creyente emplea su tiempo, sus talentos o sus recursos pecuniarios para lo que cree que es el servicio del Señor, se le dirá que es un necio o un loco, y se le hará entender que el único modo conveniente y razonable de servir al Señor, para un hombre ocupado en el comercio, es «dedicarse a sus negocios y nada más que a sus negocios». Tal es la dedicación exclusiva de los pastores y ministros ocupados en los asuntos religiosos, pues ellos son puestos aparte y se les paga para eso.

Ahora bien, aunque la mente renovada de un cristiano pueda estar totalmente convencida de la falacia de todos estos razonamientos; aunque sea capaz de advertir que esta sabiduría mundana no es sino un débil y raído manto que se arroja sobre las ambiciosas prácticas del corazón, con todo, ¿quién podría decir hasta qué punto el corazón puede ser influido por tales cosas? Nos cansamos de una resistencia continua. La corriente se torna demasiado fuerte para nosotros, y vamos cediendo poco a poco a su fuerza y nos dejamos arrastrar por la superficie. Puede que la conciencia intente efectuar algunos últimos movimientos de resistencia; pero la energía espiritual está paralizada, y la sensibilidad de la nueva naturaleza, debilitada, de modo que no hay nada que responder a estos clamores  de  la  conciencia,  ningún  esfuerzo suficientemente poderoso para resistir al enemigo. La mundanalidad de un cristiano se liga con las influencias contrarias de afuera; las obras exteriores son atacadas por la tormenta, y la ciudadela de los afectos del alma es vigorosamente asaltada; y, finalmente, tal hombre sucumbe en una vida de completa mundanalidad, realizando así, en su propia persona, el conmovedor lamento del profeta: “Sus nobles fueron más puros que la nieve, más blancos que la leche; más rubios eran sus cuerpos que el coral, su talle más hermoso que el zafiro. Oscuro más que la negrura es su aspecto; no los conocen por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo” (Lamentaciones 4:7-8). Ese hombre que un día era conocido como siervo de Cristo —un colaborador para el

reino de Dios—, que hacía uso de sus recursos sólo para fomentar los intereses del Evangelio de Cristo, ahora, lamentablemente, no es conocido más que como un astuto e  infatigable  negociante que hace grandes y  ventajosos negocios, de quien el apóstol bien podría decir: “Demas me ha desamparado, amando este mundo [griego: ton vuv aiôna = al presente siglo]” (2.ª Timoteo 4:10).

Pero quizás no haya nada que actúe tanto sobre el corazón para inducir a los cristianos a colocarse bajo un mismo yugo comercial con los incrédulos que el hábito de buscar mantener a un mismo tiempo los dos caracteres: el de cristiano y el de negociante. Ésta es una trampa lamentable. En efecto, tal cosa no existe. Un hombre debe ser o una cosa o la otra. Si soy cristiano, mi cristianismo debe manifestarse como una realidad viviente, en la posición donde me encuentre; y si no puedo manifestarlo donde estoy, no debo permanecer más allí; pues si continúo en una esfera o posición en la cual la vida de Cristo no puede manifestarse, no poseeré muy pronto nada de cristianismo más que el nombre, sin realidad —la forma exterior sin el poder interior—, la cáscara sin la almendra. Yo debo ser siervo de Cristo no sólo el domingo, sino también del lunes por la mañana al sábado por la noche. No sólo debo ser siervo de Cristo en una asamblea pública, sino también en mi lugar de trabajo, en mis ocupaciones temporales, cualesquiera que sean. Mas no puedo ser un verdadero siervo de Cristo si he puesto mi cuello bajo yugo con  un  incrédulo; pues ¿cómo los siervos de dos amos

enemigos podrían trabajar bajo el mismo yugo? Es absolutamente imposible; tan imposible como intentar unir los rayos solares del mediodía con las profundas tinieblas de la medianoche. Hago aquí también, pues, un solemne llamado a la conciencia de mis lectores, en presencia del Dios Todopoderoso, quien juzgará los secretos del corazón de los hombres por Jesucristo, también en relación con este importante asunto. Quisiera decirle, si ha pensado meterse en sociedad con un incrédulo: ¡Huya de allí! Sí, huya aunque esta sociedad le prometa millones. Se va a hundir en un laberinto de dificultades y de dolores. “Arará” el campo con un hombre cuyos sentimientos, instintos y tendencias son diametralmente opuestos a los suyos. «Un buey y un asno» no son tan diferentes, en todo respecto, como un creyente y un incrédulo. ¿Cómo podría alguna vez concordar? Él quiere ganar dinero —sacar buenas ganancias—, congeniar con el mundo y progresar en él; en cambio Ud. siente (o al menos debería sentir) la necesidad de crecer en la gracia y la santidad, de promover los intereses de Cristo y de su Evangelio en la tierra y de proseguir su camino rumbo al reino eterno de nuestro Señor Jesucristo. El objeto de él es el dinero; el suyo, espero, Cristo. Él vive para este mundo; Ud., para el mundo venidero. Él está ocupado en las cosas temporales; Ud., en las que pertenecen a la eternidad. ¿Cómo, pues, podría encontrarse en el mismo terreno? Sus principios, motivaciones, objetos y esperanzas son completamente opuestos. ¿Cómo sería posible que tuvieran algo en común? Seguramente sólo

basta considerar todo esto con un ojo sencillo para verlo en su verdadera luz. Es imposible que uno que tiene el ojo fijo en Cristo y el corazón lleno de Él, pueda alguna vez unirse bajo un yugo desigual con un socio mundano para el objeto que sea. Permítame, pues, querido lector cristiano, suplicarle una vez más, antes que dé un paso tan terrible

—un  paso  que puede traer consecuencias  funestas, tan lleno de peligros para sus mejores intereses así como para el testimonio de Cristo, con el cual es honrado— que considere todo este asunto, con un corazón honesto, en el santuario de Dios, y lo sopese en Su sagrada balanza. Pregúntele a Dios qué piensa de ello, y escuche con una voluntad sumisa y una buena conciencia Su respuesta. Ella es simple y poderosa; tan simple y poderosa como si cayese directamente del cielo: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.”

Pero si, por desgracia, mi lector se hallara ya bajo el yugo, quisiera decirle: Rompa con él lo más pronto posible. Me asombraría sobremanera si todavía no ha descubierto que este yugo es una pesada carga. Sería superfluo para Ud. que detallara las tristes consecuencias de hallarse en tal posición. Sin duda las conoce perfectamente. Sería inútil imprimirlas sobre un papel o dibujarlas en un cuadro, para uno que ya las está experimentando efectivamente. Mi querido hermano en Cristo, no pierda un instante para renunciar a este yugo. Debe hacerlo en la presencia del Señor, de acuerdo con Sus principios y en virtud de Su gracia. Es más fácil meterse en una falsa posición que salir

de ella. Una sociedad que data de diez o veinte años, no puede disolverse en un momento. Deberá hacerse con calma, con humildad y con oración, como en la presencia del Señor y para su gloria solamente. Yo puedo deshonrar al Señor tanto por mi manera de salir de una falsa posición como por entrar en ella. Por eso, si me encuentro asociado con un incrédulo, y mi conciencia me dice que hice mal, es menester que le declare honesta y francamente a mi socio que ya no podré seguir con él; y una vez hecho esto, mi deber es realizar todos los esfuerzos posibles para que los asuntos de la firma se liquiden con rectitud, buena fe y seriedad, a fin de no darle ninguna ocasión al adversario de hablar de una manera injuriosa y que el bien que hago no sea motivo de calumnias.

Debemos evitar la precipitación, la imprudencia y la presunción, cuando actuamos claramente para el Señor y en defensa de sus santos principios. Si un hombre se encuentra preso en una trampa o extraviado en un laberinto,   no   por   audaces   y   violentos   movimientos quedará libre. No; deberá humillarse, confesar sus pecados delante del Señor, y luego volver sobre sus pasos con paciencia y en una entera dependencia de la gracia que no sólo es capaz de perdonarlo por haberse metido en una falsa posición, sino también de encaminarlo e introducirlo en una buena.

Además, como ocurre con el yugo conyugal, la cuestión se  ve  enormemente  modificada  por  el  hecho  de  una

sociedad contraída antes de la conversión. No estoy diciendo en absoluto que éste sea un justificativo para que uno persevere en ella. De ninguna manera; mas ello nos evitará muchísimos sufrimientos de corazón y manchas de conciencia relacionados con tal posición, los que deberán influir considerablemente en el modo de retirarse de la sociedad. Por otra parte, el Señor es glorificado por la inclinación moral del corazón y de la conciencia en la dirección correcta, lo cual, seguramente, le será agradable. Si me juzgo a mí mismo cuando me hallo en un mal camino, y la inclinación moral de mi corazón y de mi conciencia producen en mí el deseo de salir, Dios lo aceptará y, sin ninguna duda, me pondrá en el buen camino. Mas al hacerlo, él no tolerará que viole una verdad al procurar obedecer otra. La misma Palabra que dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulo”, también dice: “Pagad a todos lo que debéis.” “No debáis a nadie nada.” “Procurad lo bueno delante de todos los hombres.” “A fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera” (Romanos 13:7812:171.ª Tesalonicenses 4:12). Si he ofendido a Dios al asociarme con un incrédulo, debo guardarme de ofender a cualquier hombre por la manera de separarme de la sociedad. Una profunda sumisión a la Palabra de Dios, por el poder del Espíritu Santo, pondrá todas las cosas en orden, nos conducirá por sendas derechas y nos dará la capacidad de evitar extremos peligrosos.

3

EL YUGO DESIGUAL RELIGIOSO

Al echar ahora una ojeada al aspecto religioso del          yugo desigual, quisiera asegurarle a mi lector que no es de ninguna manera mi deseo herir

Al recorrer las Escrituras, hallamos innumerables pasajes que expresan ese espíritu de separación que debería siempre caracterizar al pueblo de Dios. Ya sea que nuestra atención se dirija hacia el Antiguo Testamento — en el cual vemos a Dios en sus relaciones con su pueblo terrenal, Israel, y en sus tratos con él—, o que se fije en el Nuevo Testamento, en el que tenemos las relaciones de Dios con su pueblo celestial, la Iglesia, y sus tratos con ella, encontramos la misma verdad puesta en evidencia de manera prominente, a saber, la entera separación de aquellos que pertenecen a Dios. La posición de Israel es reafirmada así en la parábola de Balaam: “He aquí que este pueblo habitará solo[4] , y entre las demás naciones no será contado” (Números 23:9; V.M.). Su lugar estaba fuera de todas las naciones de la tierra, y ellos eran responsableslos sentimientos de nadie describiendo las pretensiones de las diferentes denominaciones que veo alrededor de mí. No es ésa en absoluto mi intención. El tema de este escrito es lo suficientemente importante como para que uno le haga sombra mediante la introducción de otras ideas. Además, es demasiado preciso como para permitir semejante mezcla. Nuestro tema es El yugo desigual, y en él habremos de centrar nuestra atención.

de mantener esta separación. A lo largo de los cinco libros de Moisés, ellos son instruidos, advertidos y amonestados a ese respecto; y en los Salmos y los Profetas se registran sus  fracasos  relativos  al  mantenimiento  de  esta separación;  fracasos  que,  como  lo  sabemos,  atrajeron sobre sí los severos juicios de la mano de Dios. Este breve artículo se transformaría en un volumen si tan sólo me propusiese citar todos los pasajes que se refieren a este punto. Doy por sentado que mis lectores conocen lo suficiente su Biblia como para hacer innecesarias tales citas. Pero si el lector no estuviere lo suficientemente versado en el estudio de su Biblia, puede buscar en su Concordancia los pasajes donde se hallan las palabras “separar” y “separación”, las que bastarán para darle un panorama de todo el conjunto de evidencias que la Escritura aporta sobre este tema. El pasaje de Números que acabo de citar es la expresión de los pensamientos de Dios acerca de su pueblo Israel: “He aquí que este pueblo habitará solo.”

Es lo mismo —sólo que sobre un terreno mucho más elevado— con respecto al pueblo celestial de Dios, la Iglesia, el cuerpo de Cristo, compuesta por todos los verdaderos creyentes. Ellos también son un pueblo separado.

Examinemos ahora el principio de esta separación. Hay una gran diferencia entre estar separados sobre la base de lo que somos nosotros, y estar separados sobre la base de

lo que Dios es. Lo primero hace de un hombre un fariseo; lo último lo hace un santo. Si le digo a uno de mis pobres pecadores semejantes: «No te me acerques, yo soy más santo que tú», soy un detestable fariseo e hipócrita; pero si Dios en su infinita condescendencia y en su perfecta gracia me dice: «Yo te he puesto en relación conmigo, en la persona de mi Hijo Jesucristo; por tanto, sé santo y separado de todo mal; sal de en medio de ellos y sepárate de ellos.» Yo tengo la obligación de obedecer, y mi obediencia es la manifestación práctica de mi carácter de santo —carácter que poseo, n

Comentarios
Angel HolyBook 7 años

Este es difinitivamente un gran tema, sobre todo la juventud, es un gran material de orientacion